Una vez más, otro día más, la jornada repetitiva, el mismo itinerario, la misma función, el mismo paisaje; los automóviles, las retenciones, los semáforos, buscar aparcamiento. Salir de un parking para buscar otra plaza para aparcar; qué absurdo. Hoy, como cada día, el portero del aparcamiento subterráneo me da los buenos días con un pitillo en los labios y lagañas resecas en sus párpados. También, como cada día, no soy consciente de que conduzco hasta unos veinte minutos después de arrancar el motor, mientras espero que cambie a verde alguno de los semáforos de la avenida Meridiana. Y, la Meridiana se curva. Todavía no he conseguido pasar por Fabra y Puig sin tener que detenerme en el semáforo en rojo. ¿Es que para que cambie a verde tiene que haber alguien esperando? Por fin, la parte más cómica del recorrido. El sistema navegador por GPS no sabe dónde estamos, ni yo, ni él (estúpida máquina): a tramos estoy en la C-58, en la A-18, en la C-33, en la C-17; no sé, tanto da, el caso es